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Lunes, 02 Septiembre 2024 14:56

Me niego a olvidar: una pequeña crónica sobre la conmemoración de las y los profesores normalistas en la Fundación Profesor José Recabarren

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por Andrés Latorre
Profesor de Historia, Geografía y Educación Cívica.
Encargado de Comunicaciones del Museo del Instituto Pedagógico Valentín Letelier, UMCE.

“Alguien se acuerda de la melodía” preguntó una maestra, riendo con sus colegas de tantas historias, mientras observaban el papel que contenía el Himno del Profesor Normalista. “No me acuerdo” dijo otra profesora, estallando en risas, bajo un día soleado y primaveral. El frío del invierno, al fin, retrocede en el pueblo Tres Acequias.

Lucía me pidió expresamente que hablara desde mi perspectiva. “No podré estar. Así es que todo lo que observes y veas, después lo escribes, pero desde ti”. La instrucción era clara. Sin embargo, a medida que los vagones del metrotrén avanzaban y las estaciones quedaban atrás, solo conciliaba la idea de una nota de prensa, rumiando mentalmente un título referente a la invitación hecha por la Fundación José Recabarren al Museo del Instituto Pedagógico. Era yo, la encarnación de un museo y, conmigo, venían 135 años de peripecias históricas que abarcan los matices emocionales de una institución que ha comenzado a gritar su lugar en este terruño de vertebrada cordillera. Eso lo entendí cuando ya venía de vuelta.

Sebastián, quién me llevó a la conmemoración en Tres Acequias, fue muy amable en conversar conmigo mientras el paisaje urbano desaparecía con brusquedad para dar paso a la ruralidad. Mi australidad aún no se acostumbra a los verdes amarillentos del campo del Chile tradicional. Eso no significa que no me guste. Al contrario, es una asociación remanente de unos Andes alicaídos antes de la pampa inacabable, donde la voz, te la roba el viento.

“La grandeza humana se mide por su sabiduría” enuncia un cartel a mi llegada al Salón Museográfico Tres Acequias dependiente de la Fundación. Adentro se reunía un grupo alegre de profesoras normalistas - y también profesores algo más circunspectos-. Fui recibido con mucho entusiasmo por Leo Lobos y la familia Recabarren y con mi mochila, simbolismo de correspondencia con esa historia institutana me pidieron sentarme en primera fila. Internamente me preguntaba ¿Por qué estoy adelante? A mis espaldas estaba toda la medición de sabiduría, años de oficio encarnados en sus manos con pronunciados nudillos moteados, en sus ojos vivaces, en sus sonrisas correspondidas al homenaje que buscan y merecen.

El olvido, es una factura difícil de digerir, es pan duro apenas masticable, inmerecido cuando el paladar formativo conoce su valor en esta sociedad. “Cuando una profesora jubila, desaparece del mundo” menciona una maestra, que si mi cabeza retuviera el sustantivo propio, la nombraría. Una forma extraña de olvido, que recuerda frases, caras, formas y olores: el principio de la memoria, del recuerdo fugaz que se clava en la sangre e impulsa a movilizar y combatir el olvido, el presente y desafiar al futuro arrogante, para no desaparecer.

Cada testimonio, cada abrazo, sonrisa y gesto abrió este corazón a escuchar, a imaginar cada una de sus historias, de sus enojos, decepciones, alegrías e influencias. Cada una, cada uno es un patrimonio inmaterial, vivo, que al igual que los agricultores, aró la tierra y colocó semillas que crecieron en una red sin dimensiones, de personas que son el Chile de hoy. Siembra y regadío: el hacer con las manos y el intelecto. Los profesores normalistas de este país, que contienen una historia original, en plena formación republicana, con el presidente Manuel Montt, en 1842: la Escuela Normal de Preceptores.

La figura del profesor José Recabarren es quien reúne a todas y todos estos maestros normalistas en un San Bernardo rural, donde el canto pajarístico se oye con volumen de sobra y los gatos -varios romanos, plomos y un mandarino- conviven con las gallinas de vida despreocupada en la antigua frontera sureña del Collasuyu. Confieso que sentí un látigo de electricidad por la convicción del legado que posee la familia Recabarren. Aquella impronta resuelta en roles definidos que busca un objetivo: continuar el legado que inició José y compartirlo, sin egoísmo, con todas las personas que deseen hacer de sus manos, de su cuerpo, herramienta e instrumento útil contra el vértigo desechable de la sociedad. Aquel látigo, es una emoción indefinida.

Junto con la inauguración de la Sala Normalista, para rescatar la historia y memoria de las y los profesores normalistas, las muestras presentes en el sitio museográfico de y en honor a José Recabarren, guardan refinación y tierra. La técnica depurada con el mimbre, la historia republicana de más de doscientos años acontecida en Tres Acequias, los olores, la oscuridad y las luces, todo poseía una identidad propia.

Fue emocionante ver los negativos y moldes de las obras escultóricas de Recabarren, porque en el oficio que escogí, son aquellos remanentes, los que muestran el origen de las sinuosidades esculpidas por el profesor y artista. Frente a la inundación civilizatoria de la recta, la curva sinuosa de la naturaleza y su adaptación artística, es una invitación a explorar el deseo, que nos mueve, que nos hace sonreír como todas y todos los asistentes, profesores y profesoras normalistas que no cabía espacio para las tristezas que, a veces, se vuelven cotidianas.

La vuelta, significó conectarme al teléfono, responder con audios, peticiones y faltas de gestión. Aunque me llegaron algunos poemas de un amigo mío. “Olvidé fotografiar la fuente” pensé. La había visto con disimulo.

Ya en el metrotren de vuelta, dimensioné mi visita. Era una lección, para mi y para tantos otros.

Finalmente, comencé a leer la publicación “Normalista Laudelina Araneda” y surgió esta frase: “Del que crea que puede, lo puede”.

Me niego a olvidar este día.

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